martes, 29 de septiembre de 2015

Tarde noche

Quizás no tome, pero estoy borracha de nostalgia. Es tarde y veo tu nombre en la pantalla. Lo acaricio con los ojos, como si fuera un conjuro que fuera a traerte a mi lado, como si el pasado no fuera y lo que haya pasado (Dios sabe qué) pudiera ser arreglado. Así, como por arte de magia. Como si no nos hubiéramos destrozado, manos y dientes sobre la piel, como si vernos no nos doliera y reconfortara a la vez.

Es tarde y acaricio tu nombre porque tu foto se me hace demasiado lejana. De tu nombre me puedo apropiar, enrollarlo en la punta de la lengua y soltarlo para que acaricie los oídos. Tu foto, en cambio, me muestra un paraíso que ya no se puede volver a tener.

Es tarde, y acaricio tu nombre y lo siento mío, como alguna vez lo fuiste, como lo seguirás siendo porque perteneces a mi pasado.

¡Que tarde se me hizo!

jueves, 30 de abril de 2015

Dolor, violación y castigo

Me duele.

Cada vez que leo que una mujer debería cuidarse, no andar sola, no subirse a un taxi que no pidió, no alejarse de la manada, me duele. Cada vez que un periodista explica por qué violaron a la chica de turno, o trata de explicarlo simplemente haciendo un raconto de lo que ella hizo antes de cruzarse con ese hombre que pensó que podía tomar algo que no le pertenecía, ese cuerpo que es de ella (porque sigue siendo de ella a pesar de la violación), a mi me duele.

Me duele porque yo no tomo alcohol, no consumo drogas, no tomo taxis sola a altas horas de la noche, yo no fui violada, pero como mujer fui víctima de miles de ataques que me dieron miedo, a plena luz del día. Me he subido a taxis que no prenden el medidor un domingo al mediodía, que se inclinan para el lado equivocado y me dicen que se olvidaron a dónde iban porque yo era tan linda que se distrajeron. He caminado por el parque con un auto siguiéndome y chiflándome. Tuve miedo, y por eso me duele.

Hombres y mujeres, todos piensan que están exentos de la situación de violencia contra sus cuerpos porque toman todas las precauciones, y no entienden que, cada vez que en nuestras cabezas le buscamos la vuelta para entender esa violación, cada vez que culpamos a ese cuerpo por estar en ese lugar que creemos equivocado en vez de culpar al perpetrador del crimen estamos operando por miedo.

Miedo a que, en realidad, esa chica en el taxi, en el descampado, en la fiesta negra, en la bolsa de basura, incluso esas chicas de las que nada sabemos porque sus casos no llegan a visibilizarse, esas chicas no eligieron o no tienen la culpa de lo que les pasó.

Culpabilizar a la víctima es mucho más que decir "se lo buscó", es tratar de justificar el crimen de una manera que no lo haríamos, digamos, si se tratara de un robo. A ninguna persona víctima de la tan famosa inseguridad se le pregunta cómo iba vestido o qué hacías sola por ese lugar. ¿Por qué cuesta tanto entender que una mujer tiene derecho a ir por donde quiere o vestirse como quiere, y eso no justifica el delito, la vejación de su cuerpo? ¿Cuáles son los dispositivos de poder que actúan detrás de que las propias mujeres, quienes sufren la misma violencia en la calle, digan cosas como “no debería haber tomado tanto”? ¿Cómo te sentirías vos, mujer u hombre, si fuera tu cuerpo el que está en juego, y buscaran justificar a tu agresor? ¿Entenderías entonces?

jueves, 26 de marzo de 2015

En Córdoba con piojos - parte 4

Día 4

En estos días aprendí algunas cosas de los cordobeses, a saber:

- tienen menos idea que yo de dónde están sus "atracciones turísticas"

- tienen una aversión no confesa por las escaleras mecánicas (esta en realidad es una excusa que les inventé, porque no entiendo por qué no instalan una, por ejemplo, en el cine)

- tienen un gran desdén por los espacios verdes (arman plazas de cemento y sin árboles)

- son el terror al volante (nunca un semáforo)

- y último y más perturbador de todo: no sienten el calor.

De esto último me doy cuenta cuando, en mi último día, trato de buscar un lugar para desayunar donde no morir rostizada, y entro, mínimo, a diez bares donde un letrero anuncia "ambiente climatizado", y lo que no aclara es climatizado como qué: ¿desierto del sahara? ¿selva tropical? ¿sauna? No sé qué se proponen, pero no me agrada.

Me paso dos horas recorriendo Patio Olmos solo porque es el único lugar de la ciudad que parece tener aire acondicionado, y hago algo que no hacía desde que "Pokemon: mew vs. mewtwo" salió en el cine mientras estaba vacacionando en Miramar y mamá se negó a acompañarme: entro a ver una película sola.

Como esa vez, soy una de las tres personas en la sala (son las 12 del mediodía), y una de ellas es el chico que instala el matafuegos.

En el proceso de buscar por fin un lomito cordobés como me tenían prometido, me cruzo con una zapatería que ya tenía vista.y gasto una modesta suma, que pensaba guardar para gastar en casa, en un par de botas.

Media hora después, y gracias a las direcciones de una muy amable cordobesa que me mira con cara rara cuando le explico que busco un lugar para almorzar que tenga aire acondicionado, me como un lomito que me inmoviliza en el lugar durante media película de Drew Barrymore y Adam Sandler.

Duermo la siesta como un cartonero, en el banco de una plaza, y vuelvo al hostel.

Mochila de 700 kilos y shorts hechos sopa, trato de tomar un taxi, pero el.único que pasa en los diez minutos que llevo parada en la esquina me ignora. Concluyo que debo tener pinta de pordiosera que no puede pagar.

Mi compañera de viaje esta vez no es tan pintoresca como el coreano del viaje de ida, que decía "cuatlo", olía mal y me preguntó si bajaba en "villa malía".

Sale el micro, y me da pena. De Córdoba me llevo dos frascos de mostaza, biscochitos para mamá, un dolor terrible en los gemelos, una sensación de felicidad incomparable, y los piojos que me traje.

martes, 24 de marzo de 2015

En Córdoba con piojos - parte 3

Día 3
Cuatro días: dos para recorrer la ciudad, uno para comprar souvenirs y, en el medio, un trekking.

Parece que soy la única loca dispuesta a caminar sabe-Dios-cuántos kilómetros un jueves a las ocho de la mañana con este calor porque, después de estar esperando media hora a la combi, me avisan que no van venir. Wang, bang, thank you, Flor.

"Querías aventura, ahí tenes". En medio de un rapto de enojo por estar despierta tan temprano y ante el prospecto de un día en cama mirando videos en el celular, decido tomarme un colectivo a Villa General Belgrano.

Dos horas de viaje, una salchicha alemana y un helado de chocolate con cascaritas de naranja después, no se que hacer pero me niego a aceptar la derrota. Villa General Belgrano es linda, muy linda, pero increíblemente chiquita y tiene un problema: 2 de la tarde, y todo está cerrado. Me niego a volver a Córdoba tan temprano que la gente (¿qué gente, Flor?) me considere una perdedora.

Encuentro un arroyito y me saco las chatitas, metiéndome en una situación de donde no sé como voy a salir, y meto los pies en el agua. La vida es bella.

El micro que elijo para volver me cobra seis pesos más que el anterior (la entrada es gratis, la salida, vemos), y lo maneja un flaco que tiene demasiado carisma para ser chofer. Me duermo la mejor siesta del viaje, baba incluida.

Camino desde la terminal, porque ya gasté con creces el presupuesto del día, y me deprimo mientras armo la mochila para volver a Buenos Aires.

En mi última noche en Córdoba, ceno sandwich de jamón y queso y duermo para la mierda, y esta vez no tiene nada que ver con los piojos.

lunes, 23 de marzo de 2015

En Córdoba con piojos - parte 2

Día 2


No me despierto tan temprano como hubiera querido. Es cuestión de costumbre dejar que la alarma suene dos veces antes de efectivamente darle pelota.

Los museos en Córdoba son gratuitos los miércoles, así que me visto algo mas respetablemente que ayer, pero me apego al short (no el de ayer, claro, este es mas lindo y mas corto, por lo que después voy a putear cuando me paspe).

Hace un millón de grados y el dueño del hostel me ofrece café. Le agradezco, pero no tengo ganas de sentir el infierno en la boca.

El objetivo de hoy es encontrar la manzana jesuítica, una antiguedad muy bien conservada que, aunque al parecer es el gran atractivo de la ciudad, nadie parece saber dónde queda o cómo acceder. Resulta que ayer le pasé por al lado tres veces. Sigo sin encontrar cómo entrar.

Visito dos museos.Uno es una casa colonial espectacularmente conservada en la que me dan ganas de quedarme a vivir (1850 y esta gente tenía una terraza que da envidia), y donde me enamoro del granado que domina el patio de entrada. El otro es el MoMa cordobés, un museo que no tiene nada que envidiarle al Malba, y que parece diseñado por el mismo arquitecto posmoderno y curado por el mismo desquiciado. Un chico (que me imagino es fanático del "arte" moderno) mira con intensidad y se acerca y se aleja de los tarugos gigantes de madera que alguien logró colar como parte de una exposición que consiste en formas religiosas o geométricas caladas en fibrofácil, y yo hago fuerza para no reirme. Creo que son los peruanos los que inventaron el término "postureo", y los felicito.

En el último piso encuentro algo que por fin parece hecho x personas (y para personas). Majo Arrigoni (quienquiera que sea) colgó una serie de retratos de artistas. En sus ateliers, sus patios, con sus perros, fotos analógicas (supongo que lo digital no es arte) del artista uniceja y de la chica que parece alemana cuelgan una al lado de la otra en lugar de sus piezas, y es fantástico.

Busco el zoológico mientras mis short comienzan el proceso de volverse una especie de sopa que arde con cada paso. Los cordobeses, hermosos en su capacidad de proyección, construyeron su zoo en una ladera, y parece que no llego más. 70 pesos después, el tigre blanco se levanta de su zozobra cuando, con un gritito, amenazo con caerme del caminito marcado.

Como la inocencia es lo último que se pierde, entro al show de los lobos marinos, y soy la que mas fuerte aplaude.

Ceno uvas y una manzana amarilla con mi compañera de habitáculo, la alemana vegana que no puedo describir con otra palabra que no sea "vaga".

En mi cuarto, paso dos horas lagrimeando mientras veo videos de Ellen y me rasco la cabeza.

Sigo en Córdoba, sola pero con mis piojos.


sábado, 21 de marzo de 2015

En Córdoba con piojos: diario de una sobreviviente urbana

Día 1


Decido viajar sola. La economía no ayuda y el país no es lo que se dice amigable con las mujeres que viajan solas (o con las mujeres en general, si vamos al tema, porque cualquier chica asesinada hoy en dìa tiene además, la culpa), pero me animo.

Elijo (o me elije) como destino Córdoba, donde mis padres vivieron algún tiempo y a donde mi papá nunca quiso volver (y por momentos, cuando el calor me revuelve el estómago y me duelen los pies, lo entiendo) pero mamá me apoya y me marca todos los lugares que no me puedo perder, incluyendo el edificio frente al restaurante Il Gato donde ella vivía.

Elijo un hostel que la mujer de informes en la terminal después me va a criticar ("¿por qué tan lejos?", pregunta, y me dan ganas de señalarle mis evidentes kilos de más y explicarle que no me viene mal la caminata, pero no lo hago), voy hasta retiro y consigo dos pasajes a precio estudiante.

Cordoba es preciosa, mas aún porque todo lo que tengo que hacer es seguir los puntitos de color en un mapa, y (en short y una musculosa que no me queda del todo bien) salgo a recorrerla después de una ducha de agua fría, no por elección, pero bienvenida de todas formas.

No se que temperatura hace, pero se que voy a arrepentirme de mi elección de calzado: amo mis converse verdes, pero después de cuatro horas de caminar (en círculos, porque como no podía ser de otra manera, me pierdo unas cuantas veces), las plantillas ortopédicas me duelen.

Busco un lugar para comerme un lomito, como corresponde por estar en la casa natal del sandwich de carne más rico del país, pero termino en la versión cordobesa del Alto Palermo donde, claramente, no encajo. El lomito está riquísimo igual.

Un banco del parque X donde me tiro a tomar sol durante una hora, un cepita en botella y veinte cuadras para el lado equivocado más tarde, llego al hostel.

Me baño y duermo una siesta mucho más larga de lo que deberia. Me pica la cabeza contra la almohada y pienso qué clase de mugre tendrá. Para las ocho, empiezo a considerar salir a un bar. Sola.

Nadie me lo recomienda, y la alemana que ya vi dos veces sentada en el sillón del hostel me ofrece, en cambio, ir mañana conmigo al zoológico. Me pica todavía más la cabeza, y recuerdo que mi hermana estaba usando el peine fino en la ducha.

No salgo. Me como mi yoghurt y vuelvo a la pieza, con el aire acondicionado que me costó $40 la noche y le anticipo a mi mejor amiga que voy a raparle la cabeza a mi hermana cuando llegue a casa.

Estoy en Córdoba, con piojos.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

En lo alto


En la isla de Nueva York, los edificios no suelen tener el piso número trece porque se cree que da mala suerte. No es que el piso quede vacío o inutilizable, es que simplemente se lo saltea en la numeración, creando la ilusión de que ese edificio en particular tiene un piso más, o un piso menos, o buena suerte.
            Si se sobrevuela Buenos Aires de noche, los puntos de luz parecen no terminar en la distancia y flotar en el aire para apagarse bruscamente en el río. En la ciudad, el edificio crece hacia arriba porque el espacio físico a lo largo y a lo ancho ya no alcanza: da la sensación de que el lugar es el mismo, de que la urbe no crece, pero donde antes vivían cuatro, ahora viven ochenta. El edificio enrarece el aire de la ciudad; no es aleatorio el nombre dado a la ”superficie no edificable, a nivel de terreno, comprendida entre frentes internos de edificios, destinada a espacio libre que, en un porcentaje no inferior al 50% de su superficie deberá estar constituida por terreno forestado y parquizado”[1]: pulmón de manzana.
El hombre se encerró entre un par de paredes hace miles de años para sentirse seguro de la naturaleza, y la arquitectura moderna hoy pugna por recuperarla constantemente, destruyéndola para traerla a nuestros pisos, enriquecer nuestros jardines, encerrar y trasladar el agua. Hoy, además de la comodidad dentro de nuestros hogares, también se debe poder respirar y disfrutar de la luz solar, que robamos a las construcciones mas bajas.
El edificio es un monstruo que de a poco se come a la ciudad, la tapa, la esconde del sol. Ha tratado con el tiempo de mejorarse, de acomodarse y mostrar una cara mas amigable: espacios vidriados para presentarles a los trabajadores de oficina una libertad que no tienen, para revelarse impecables y transparentes a los ojos del transeúnte; ya no son más moles de ladrillo con molduras pesadas y balcones ostentosos que hoy en día se caen en todos los barrios de la ciudad, hoy son prácticos y modernos y quién sabe hacia dónde evolucionarán, pero siguen comiéndose a las casas y su luz, las ahogan para que desaparezcan y les deje crear a arquitectos e ingenieros otra prisión mas.
El clima dentro de un edificio es de incredulidad. La inseguridad de la ciudad nos quita la esperanza de que nuestro vecino pueda ayudarnos y alienta la sospecha de malas intenciones. El silencio reina en el ascensor, y la necesidad de privacidad en los espacios reducidos y compartidos nos hace desconfiados: nos aterra y avergüenza la posibilidad de que aquél que comparte una pared con nuestro departamento haya escuchado esa pelea, ese acto de amor. La efímera creencia de que conocemos a alguien por haberlo visto salir o entrar a nuestro edificio es superada con la seguridad de que existe toda una historia de la que no conocemos ni un atisbo.
            El edificio, la representación por excelencia del progreso del hombre, lo aísla.
Vosotros talais los árboles para construir los edificios para los hombres que se han vuelto locos por no haber podido ver los árboles.
(James Thurber)